sábado, 10 de mayo de 2008

Cartas y cariocas...

Cuatro kilómetros nos separaban de Sorrento y decidimos recorrerlos en tren. Con un bolsito muy pequeño hicimos una caminata muy larga que terminó en otro rinconcito de playa. Llegamos con fruta, algunas gaseosas y mucho tiempo para retozar.

En esta oportunidad había que compartir el terrenito con mucha más gente, estábamos en una ciudad más céntrica y era sábado.

Nuestros vecinos inmediatos de la izquierda eran españoles y los de la derecha brasileros pero con la particularidad de que también hablaban nuestra lengua. No se si fue por hermandad latinoamericana o porque no estaban en plan de parejita feliz que pegamos onda con Flavia y Junior.

Fue una tarde de cartas y cariocas (esas pelotas de tenis forradas con telas de colores que terminan en cinta y que deben volar alrededor de nuestro cuerpo sin golpearnos… y de ser posible con cierta armonía. La clave: buenos y rítmicos movimientos de muñeca).

Para jugar a la canastra (nuestro burako pero con algunos retoques) hice equipo con Junior.


Adriana y Flavia se entendieron muy bien pero sin embargo perdieron. Ja, ja, si se las encuentran seguro les dirán que fueron ellas las vencedoras, sus argumentos son que nosotros hemos abandonado el juego antes de terminarlo. Lo cierto es que si el partido no pudo llegar a su fin fue porque nos sorprendió el atardecer y particularmente Adriana tenía bastantes inconvenientes para ver la baraja. Lo que yo creo es que tampoco les hubiera ido mejor si seguíamos adelante. Habían festejado en demasía los ligeros éxitos de un comienzo y después les pesó muchísimo la enorme diferencia de puntos a nuestro favor, pero básicamente la contra más grave es que a ninguna de las dos le gusta perder. Por todo eso me vuelvo a reír y cuando quieran les damos la revancha!

Yo espero que a mi las cariocas me den igualmente otra oportunidad y les permito que se rían con ganas, yo también lo haría si me viera intentándolo.

El broche de oro para el espíritu lúdico adolescente que teníamos todos este día (pero que algunos ya habían perdido por una derrota inesperada) fue el bañito en aguas congeladas a la luz de la luna. Una pena compañññeras les hubiera venido bien.

Desde que había caído el sol estábamos solos en la playa, pero poco a poco se volvió a llenar. Un grupo bastante grande de jóvenes (probablemente miembros de una escuela de artistas callejeros) copó la plaza. Yo no paraba de mirar con asombro como un arte, hasta esa tarde, desconocido para mí, mágicamente empezaba a ganar toda la escena. Ya no era sólo Junior el que agitaba los brazos para hacer figuras de colores por el aire, cuatro a cinco se sumaron casi inmediatamente, después ya eran como doce. Habrá que admitir la veracidad del dicho… Dios los crea y el viento los amontona.

El espectáculo duró un rato largo, en realidad creo que continuaba por el resto de la noche, pero nosotros empezábamos a sentir frío, hambre y, las que vivíamos más lejos, el peso de la responsabilidad que nos recordaba que existía una hora en que el tren dejaba de funcionar.

Sobre la marcha se hizo un plan de comer todos juntos en la casa de Junior, nosotras iríamos al hotel, nos pondríamos ropa más acorde y regresaríamos pero con el auto.

Cuando llegamos a la residencia, y sin atravesar la puerta todavía, Adriana me manifestó su cansancio y la necesidad imperiosa de llevarse algo a la boca (habíamos bebido unas cuantas cervezas y algo de vodka y mi amiga se rige por la ley de las compensaciones que estipula que en un lapso no muy largo de tiempo al sistema digestivo tiene que ingresar la misma cantidad de líquido que de sólido). La dejé en la pizzería de al lado y subí a llamar por teléfono para avisar que finalmente no iríamos a la reunión.

Cuando regresé descubrí con algo de felicidad que había otras opciones además de las pizzas. Comimos pollito y el café lo invitó Antonino un comensal solitario que había cenado en una mesa vecina. Después de una amistosa charla no fuimos a dormir.

10 de mayo

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