Para mí y los de mi entorno inmediato en esta última semana había sido, sencillamente, una putada. Todavía se escuchaban estornudos y se olía a ropa húmeda. Después de varios días sin ventilación en los cuartos se festejaba poder abrir las ventanas y comenzar de vuelta con los planes al aire libre.
Apreciando el espléndido sol, que hacía rato no se veía, consideré que había que actuar con velocidad y montar una hazaña que lo merezca. Me fui hasta Pirámide en metro y luego tomé el convoy que va hacia El Lido Di Ostia, o sea la playa.
Tardé aproximadamente 45 minutos en llegar a la estación donde se bajaron todos los que tenían pinta de querer broncearse. El rinconcito de escasísimos metros de arena pública se llama Martín Pescatore y allí estuve tantísimas horas disfrutando del sol, el agua, los refrigerios del parador donde se escuchaba música latina (destacándose particularmente Calle 13) y las conversaciones eventuales con gente que se recreaba en su día de descanso.
El primer premio de la tarde fue adjudicado a un dueto italo-ucraniano, las blondas ejecutantes de música folk norteamericana. El segundo galardón fue para dos romanos que, jugando a la pelota paleta y haciendo desviar el balón una y otra vez, consiguieron relacionarse casi con la totalidad de la gente que ocupaba las dos primeras filas de espectadores de
De regreso de la spiaggia, y antes de subir a mi guarida, hice una parada técnica en la terraza del Ivanhoe cafè. No alcancé a terminar mi brebaje negro cuando aparecieron mis amigos los músicos que viven dos pisos más arriba y estudian justito al lado. La conversación duró hasta que empecé a sentir muchísimo frío y, tratando de no ser antipática, me despedí.
Subía con la intención de darme una ducha pero Julio ya tenía preparada pasta verde y a mi no me venía nada mal un plato caliente. Un grupo numeroso se preparaba para ir a bailar y algunos insistían para que los acompañara pero yo estaba rendida y me sentía afiebrada. Sin dudas prefería quedarme conversando con María Luisa una colombiana muy simpática que había llegado el día anterior.
El baño me recompuso un poco pero seguía sin ganas de rumba, lo que definitivamente hizo que se me pasaran todos los males fue que no quedara nadie en la sala, a excepción de Giuseppe que como se dedicaba a la misma tarea que yo, escribir, no hacía estruendo y por lo tanto no molestaba.
Después de una hora de milagroso silencio en el hostal, se empezaron a escuchar gritos, cánticos y ruidos varios que venían de
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