Me levanté a las nueve, me duché y, como quería saber que sería de mi antes del mediodía, sólo tomé café negro y cargué algunos alimentos para el camino o para más tarde.
Dejé mi valija prolijamente acomodada en un rinconcito de la sala de recepción (que era la única aparte de las habitaciones y el baño) y me marché.
Gracias al morocho de la playa sabía que para llegar a la embajada de Túnez debía tomarme el bus 90 que salía de Termini, la dirección la había conseguido por Internet. Asmara 7 (la zona de las embajadas en general) quedaba fuera del plano turístico y en el hemisferio superior derecho del mapa que había viajado conmigo desde Buenos Aires. Realmente era lejos para hacer el trayecto caminando y como a mi no me resulta eso de montarme a los transportes públicos sin pagar (aunque aquí lo haga todo el mundo), compré el billete de 4 euros que sirve para todo el día. Estaba claro que teniendo el metro a pasitos de la puerta de casa hoy el proyecto caminata se reducía a cero.
Después de un viaje arbolado y mi descenso en una avenida bastante importante, toqué el timbre de una casona antigua de uno de esos barrios a los que nosotros llamamos residenciales para indicar donde vive la gente bien (como si en Ezpeleta o Villa Fiorito no hubiera residentes).
Me atendió un caballero al que de inmediato, sabiendo que me daría un si como respuesta, le pregunté si hablaba francés. No se trataba de que no me sintiera capaz de hacer las consultas en italiano, lo que quería saber era que tan en la superficie se encontraba aquella lengua que hace tanto no practicaba. Pensé que nada saldría, sin embargo mantuvimos una conversación bastante larga sobre su país, la mentalidad de los italianos y las bondades de viajar sola. Todo eso mientras esperábamos que nos confirmaran que al llegar solo me pedirían el pasaporte.
Realmente había dado con un tipo muy simpático, muy guapo y además muy amable. Salí de allí con mucho material impreso, convencida de que me tenía que marchar de Roma, empezar el descenso y finalmente cambiar de continente.
Nuevamente en Termini y sin nada más para pensar compré el pasaje para irme a Palermo esa misma noche. Por suerte esta vez había suficientes plazas como para elegir y además, como aprendí la lección, pagué el adicional por la reserva del puesto. Llamé al albergue para hacerles saber que finalmente partía a las once y media. Ya estaba liberada, solo me faltaba conseguir un lugar donde dormir en la capital siciliana pero no creía que tuviera que apurarme.
Y entonces ¿qué hacer? ¿Volver a
Salvo por que llegué en Metro y estaba suficientemente cubierta, seguí exactamente los mismos pasos que el día anterior hasta que estuve frente a frente con el que me había bajado el pulgar. No creo que se acordara de mi, sin embargo cuando entre los tantos a los que frenó levanté los brazos en signo de victoria y dije “adeso si, io si”, se rió.
Una vez adentro fue como visitar muchas iglesias todas juntas. Interesante, si, pero sin dudas lo disfruta mucho más aquel que se nutre de todo el valor simbólico allí contenido.
Para mi lo más pintoresco fue ver a un niño portando una metralleta, de juguete claro está, pero que confusión de valores (porque no se me va a negar que no es puramente simbólico).
Pues a último minuto cumplía con todos los sitios obligados de Roma… me podía ir en paz.
Cuando llegué al albergue ayudé a los muchachos a subir los insumos para el desayuno de los que se quedaban y de los que recién llegaban. Quizás esta acción que yo hice desinteresadamente fue el motivo por el cual ligué juguito de naranjas exprimido y un sandwichito de prosciutto y formaggio. Mientras merendaba reservé una cama por cuatro noches en Palermo, bajé fotos a mi ordenador, subí otras a Internet y recibí un llamado de Verónica para ver cuáles eran mis planes.
Como mis planes eran prontos e implicaban el alejamiento corporal, decidimos vernos de inmediato, cada una por su lado volvería al bar irlandés. Después de una copa me acompañó a despedirme de Sena y sus secuaces, otra copa claro. Luego, ya sola, continué la ronda de saludos con los músicos y por último con la gente del albergue. Hubo intercambio de mails, besos, abrazos e infinitos in bocca al luppo (que no es otra que el deseo de que todo vaya muy bien).
Me quedó todavía un ratito para hablar con algunos argento y avisarles de mi traslado. De todas formas me tomé el metro hasta Tiburtina con bastante tiempo de antelación, a tal punto que cuando llegué todavía no se podía saber a que andén arribaría el tren 1921 proveniente de Milán.
Joder, es que todavía existen “caballeros”, me refiero a esos tipos a los que no les gusta que las “señoritas” carguen con maletas (para aquellos que apuntaron que todavía no me he casado). Esos tipos que se preocupan por la seguridad de la dama advirtiendo que no se debe confiar mucho en la gente que deambula por las estaciones. Ja, empleando ese criterio habría pocas posibilidades de que ese mensaje llegue a destino ¿o no? Esas cosas raras de la vida… no hables con nadie salvo conmigo, no seas puerca chanchita mía (quién comprenda el chiste que se ría, quién no sin perturbaciones que no se trata de que sean idiotas, sólo me he permitido un mensaje personal).
Por primera vez en el viaje, y solo porque no había otra cosa abierta, me alimenté con la comida chatarra del todopoderoso señor Mc. Donal’s. Pedí un combo en el que uno de los ingredientes era bacon simplemente porque se que en Buenos Aires ya hace rato que no lo sirven.
A las 23.26, de todos los pasajeros que esperábamos en el binario 29, fui la única que subió a la carrozza 007. Menos mal porque lo cierto es que ya estaba casi toda ocupada. La cuccetta que buscaba era la número 6 y quedaba casi al final del pasillo (bueno, si hubiese entrado por la otra puerta habría escrito “casi al principio”). Después de un recorrido defectuoso esquivando gente y valijas me recibieron cuatro hombres que con 6 horas de convivencia obligada daban el aspecto de estar viajando juntos. Enseguida me integré al equipo y estaba segura que por la mañana todo aquel que nos viera pensaría lo mismo que yo. No pude evitar reflexionar sobre lo colorida que podía resultar mi incorporación a la fórmula si pasaba por la retina de un buen exponente de la chusma siciliana.
Los personajes de los trenes pueden ser tan simpáticos como los personajes de aeropuerto. Creo que no les conté la experiencia con el Seminarista que venía de Australia y que viajó sentado al lado mío de Fiumicino a Roma. Todo el trayecto intentando convencerme de que la felicidad se hallaba en Cristo y yo tan feliz y tan campante proponiéndole que me mirara y me dijera si no tenía una leve sospecha de que también se podía encontrar en otras partes.
Pero a lo que iba… Me correspondía el posto 85 alto y lo dije, pero solo por confirmar que estaba en el lugar correcto. Esa plaza estaba siendo ocupada por el más joven, cosa que yo no advertí hasta ver los movimientos de cambio. Traté de hacerle entender que para mi era exactamente lo mismo cualquier lugar, pero ya no pude detenerlo. Su nombre era Paolo y resultó ser mi mejor aliado para afrontar las conversas politiqueras que se fueron desatando antes del sueño. Entonces, sobre los personajes de los trenes con más detalles y en profundidad les cuento en otro momento.
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