miércoles, 4 de junio de 2008

La excursión al Vulcano…

Después de un desayuno madrugador (7:10 pi pi), incluido en el precio y compartido con mis compañeras de cuarto hispanoparlantes caminé el kilómetro y medio que me separaba de la estación central de autobuses para tomarme aquel que me dejara más cerca del calor de la lava.

Con pantalones cortos y musculosa, ideal para las jornadas calurosas que veníamos soportando, y lo más cómoda posible para caminar la piedra volcánica, llegué a la terminal con el tiempo justo para cruzarme al bar de enfrente a comprar el billete de ida y vuelta hasta el Etna y subirme última pero contenta porque tenía una hora y media más para poder, aunque más sea, dormitar. Pero esta vez no iba a ser tan fácil…

Un pasajero (habitual, a juzgar por el trato que recibía del conductor) se había empecinado en discutir a toda voz, no se bien sobre que cuestiones, con todo el que quisiera intervenir. A mi realmente no me apetecía, pero de haberlo querido tampoco lo hubiera podido hacer porque toda la contienda fue en un hermético dialecto. En todo caso lo bueno es que pude apreciar el paisaje y advertir que se me tapaban los oídos.

Es que estábamos ascendiendo considerablemente. Hicimos una parada de quince minutos, supongo que no a más de diez kilómetros del final del recorrido, y entonces supe que la iba a pasar mal, que la vestimenta apropiada para andar por la ciudad no funcionaba para estar a más de 2000 metros de altura. Tan obvio que me dio vergüenza… no había nadie en ese pueblo que ostentara bracitos y piernas al aire, una vez más la semidesnudez me traería problemas y en esta oportunidad no era la religión que metía la cuchara. En fin… Misión: pasarlo lo mejor posible porque ya no había mucho para hacer, el micro de vuelta salía recién a las cuatro y media de la tarde (faltaban más de seis horas todavía).

El autobús me dejó en la base del funicular, pero yo de antemano sabía que no tomaría ese medio de transporte de coste prohibitivo, mi safari sería a pie. Empecé a caminar por la ruta de las aerosillas abandonadas y como era de prever enseguida entré en calor. Anduve en subida por más de una hora, rodeada de una naturaleza realmente novedosa para mí, pero la situación era compleja porque lo que me permitía resolver el problema térmico, malograba mi energía corporal. En esa inmensidad extraterrestre hice un alto, en toda mi soledad me sentí una conquistadora de algún planeta remoto y sentada sobre la ríspida roca me fumé el primer cigarrillo del día.

Fue desde esa posición que, en mi tercera o cuarta pitada, en la claridad que sucedió a un extenso blanco de fumarola, me pareció ver a lo lejos a otro ser viviente. Pues no se si por la desilusión que me generó el hallazgo, o por el frío que empezaba a azotarme nuevamente, pero decidí ir en busca de un lugar más cálido.

Por otros senderos, igual de ríspidos, llegué al playón desde donde había partido. Me metí en el primer bar que encontré y pedí un café americano sin que nadie se asombrara demasiado. Mientras me expendían la bebida, arribaba al lugar un contingente bastante numeroso y creo que por eso ligué un chupito de un licor clásico de la zona. Claro que por el mismo motivo me costó encontrar lugar donde sentarme, finalmente conseguí que un matrimonio de holandeses liberara a una silla del cuidado de sus abrigos y bolsos. Creo que el gesto fue retribuido de mi parte con la gran sonrisa que les regalé cuando, al conocer mi nacionalidad, mencionaron a la Máxima. Tomé mi infusión lentamente extendiendo todo lo posible el derecho a la plaza pero sin demasiada preocupación porque estaba segura que iba a encontrar una mejor guarida.

Cuando salí de allí me esperaba la típica aglomeración de puestos que venden todos más o menos lo mismo, un rejuntes de cosas típicas que se dividen entre lindas o comprables. El segundo grupo se compone de ese tipo de cosas que por lo general una vez adquiridas uno no sabe donde meter y terminan en la casa de la playa o en el campo. Quizás porque yo no poseo ninguna de esas dos posibilidades para el descarte de objetos inútiles y porque para lo lindo nunca me da el cuero (o se vende más barato en otro lado) es que siempre les escapo a estas tiendas de lugares de postal.

Lo cierto es que esta vez tenía mucho tiempo por delante y entonces me animé a una pasadita rápida… y es que el lugar común no falla. De lava (o mejor dicho de negro opaco) todo, no existen personas que se dediquen a este rubro que no hagan ninguna trampita y esto es posible porque siempre habrá turistas ingenuos. Entonces, me entretuve viendo ornamentos para el cuerpo y la casa (de lava o plástico da igual), miel, licores y dulces varios, postales, agendas, lapiceras y algo de abrigo que está allí para los giles claro. Listo, se me acabó la feria.

Pero al final del circuito encontré la Terrazza dell’ Etna, bar self-service, mi refugio. Se trataba de un gran salón, el beneficio de tener un lugar asegurado por todo el tiempo que uno quisiera se pagaba con la fresca y los chifletes, pero nada para decir porque estaba mucho mejor que a la intemperie. Como ya era el mediodía me acerqué a la barra para elegir de entre los platos a la vista el que me pareciera más de invierno. Ganó un guiso de vegetales con abundante salsa que acompañé con agua del grifo.

Cuando estaba degustando la comida, el chico encargado del salón, que se ocupaba en ese momento de recoger los desperdicios de la mesa de al lado, me pregunta si todo estaba bien. Le respondí con un bien, aunque podría estar mejor. –¿Puedo hacer algo para eso? A simple vista en mi plato sobraba salsa o faltaba pan… Proveerme del alimento más básico fue lo primero que hizo Angelo por mi. Lo segundo fue prestarme un abrigo.

El almuerzo me sentó muy bien, pero fue el saquito lo que me animó a emprender una segunda expedición por el paisaje lunar. Esta vez seguí la ruta del hombre y en compañía logré llegar a la calada lávica del año 2001. La emoción de la novedad en el primer caso y el atuendo mejorado en el segundo hicieron que la excursión fuera agradable en todas sus etapas. Claro que se podía continuar, el Etna es el volcán activo más alto de Europa (Cuánto habrá para caminar si sus 3.348 metros sobre el nivel del mar solo hacen alarde de una medición en línea recta), pero para mi era suficiente.

A las tres de la tarde estaba nuevamente con mi benefactor. Me pedí un café doble y Angelo lo acompañó con un dulce que se conoce con el nombre de Riccio. El chocolate es bueno para el frío, me dijo. Allí me quedé hasta la hora de regreso, conociendo amigos de la casa, aprendiendo sobre la flora de la región, encontrando cigarrillos de turistas distraídos y preguntándome como se llamaría el culote gomoespumoso adherido a las calzas de los ciclistas (esa tarde eran muchos por allí). Resumiendo, pasando el rato de manera agradable.

Cuando fue el momento de partir y quise devolver el abrigo a su dueño me dijo que todavía lo necesitaría, que me lo quedara y que si en todo caso volvía por allí mejor equipada o iba a Acitrezza (la ciudad en la que el vivía) recién allí se lo diera. Pues en este caso la sonrisa fue completamente sincera y el muchas gracias rotundo.

La temperatura era tan distinta arriba y abajo que cuando llegué a Catania me dio ganas de hacer otro paseito por la ciudad. Pero no llegué muy lejos porque me empecé a sentir incómoda nuevamente y esta vez tenía que ver con los caprichos de la femineidad.

4 de junio

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