domingo, 17 de agosto de 2008

Más de la perla...

Sabía que para tener una idea más acabada de Marrakech tenía que traspasar las murallas de la medina y de ser posible burlar la custodia del alminar de la gran mezquita. Con ese objetivo encaré travesías en varias direcciones.

El primer impulso me llevó hasta el Ménara, un gran predio repleto de olivares en el que se destaca una inmensa cuenca del siglo XII y un pabellón un poco más moderno donde antes solían darse sita los sultanes y ahora se recrea la plebe. Para llegar hasta allí había caminado varios kilómetros, sin embargo, el minarete de La Koutoubia seguía custodiando todos mis movimientos.

Sólo la intención de terminar con ese acoso originó el segundo impulso… y entonces, sin saberlo, comencé un paseo hacia la nada misma que tuvo que ser desandado después de reconocer que la progresiva desurbanización del paisaje estaba empezando a inquietarme.

Sin inconvenientes recuperé posiciones pero, ni bien sucedió esto tuve que asimilar la existencia de otro adversario… El sofocante calor me impedía continuar la marcha. Podía desanimarme pero me pareció más inteligente encontrarle el lado bueno al asunto: era una excelente oportunidad para empezar a testear los medios de transporte que ofrece la ciudad.

Previa negociación del precio me monté a una calèche. Lamentablemente, todo lo mejor que me sentí, apoyando el trasero en un mullido asiento a la sombra de gruesas telas sostenidas por un herrumbroso armazón metálico, fue en perjuicio del equino que tenía que soportar la sobrecarga mientras era azotado por un implacable hombre de sombrero que le indicaba el camino. 50 dirham fue lo máximo que pagué para hacer el traslado de un cuerpo desfortalecido por las altas temperaturas que me indicaban además que las primeras dunas del desierto no podían quedar lejos y que debía considerar la idea de gastar un poco más para llegar hasta ellas. Así, al menos, la novedad justificaba la deshidratación y el desastre cutáneo. (Te juro vieja que si hubiera tenido una botella de cocinero a la mano habría imitado tus caseros métodos para no desescamarse).

Con la lección aprendida, el segundo circuito lo encaré en colectivo. Llegué hasta Guéliz, la ciudad nueva, utilizando la línea N° 1 y pagando sólo tres dirham (el costo mínimo). Para describir esta opción de transporte público no tengo más que decir que se parece demasiado al argentino cuando todavía no contaba con el desgraciado invento de la máquina expendedora de billetes.

Probablemente no me crean si les digo que lo más ruidoso de toda esta jornada fue el Hospital público. Será prudente que aclare que no llegué hasta allí porque me aquejara algún mal, simplemente me topé con el coloso y entré por pura curiosidad. La contracara de los pasillos atestados de gente bulliciosa clamando por su salud fueron las pasarelas del jardín Majorelle. Se trata de un bellísimo espacio con tupida vegetación y destellos de un azul furioso, en el que, rodeado de una absoluta calma y disfrutando del fresco, uno se olvida que está afrontando el intenso verano marroquí. Claro que no podía quedarme allí todo el día y poca gracia tenía repetir la visita en los días sucesivos, por lo que fue necesario idear otra estrategia para contrarrestar el sofocón.

Más de una vez había escuchado hablar sobre unas cascadas que no quedaban lejos (de hecho me habían propuesto el paseo y rechacé la invitación aduciendo que no me gustaba viajar en moto). Finalmente, terminé yendo al Vallée de l’Ourika en minibús y en compañía de El Hadi, un muchacho que se me había adosado la noche anterior y que esa mañana se me apareció en el albergue (con bolsito y todo) mientras yo desayunaba.

De ida viajamos, en primera clase, sentados al lado del conductor, eso significa que el auténtico espíritu de este rodado de precio intermedio (20 dirham) lo descubrí recién de regreso. Si uno busca un verdadero contacto con los locales… nada mejor que ir en la cabina de la furgo. Antes de que el vehículo se ponga en marcha las lógicas 14 plazas se convierten asombrosamente en 20 y luego, una vez en la carretera, como no recoger a los pobres desahuciados que van marchando, (probablemente sigan de pie pero eso no importa si ganan en tiempo y distancia). Sólo en la parte trasera y sin contar al hombre que se encarga de cobrar por el servicio prestado (que, por otra parte, lleva casi todo el tiempo medio cuerpo afuera), en un momento llegamos a ser 25 personas. Puedo aceptar que el reemplazo de las butacas originales por tablones cubriendo el perímetro colabora bastante para lograr la hazaña, pero de ninguna manera es suficiente, nadie me va a sacar de la cabeza que detrás de todo esto hay algo milagroso… algo maravilloso que, además de dejar sin efecto la prohibición de rozamientos entre dos personas de diferente sexo, hace que todo el mundo ponga buena voluntad, resigne en comodidad y sea especialmente generoso. En general, los niños están más libres para ganar en espacio, sobre todo si encuentran refugio en la falda de algún grande. A mi me tocó cobijar a un nene de unos ocho o nueve años que desde un principio se dejó sostener sin ningún recelo para quedarse profundamente dormido en mis brazos antes de que pasaran diez minutos y entonces entendí como gobierna la fuerza poderosa en materia de minoridad… el privilegio se retribuye con confianza, dulzura y entrega.

En lo que cabe a la cascada, sin ser todo lo grande que había imaginado, tiene su encanto. Pero lo mejor es el caminito que hay que echarse para llegar hasta el salto. Como la superficie es rocosa no hay huella y eso multiplica las posibilidades, sin embargo, no podrá evitar comenzar en un pueblito minúsculo por demás pintoresco, e ir dejando atrás una gran cantidad de “recreos” que hacen equilibrio a ambos costados de la gran depresión que hizo el paso del agua a lo largo del tiempo. Con seguridad, después de haber avistado el chorrete y haberse remojado un poco en la “piscina pública” volverá a por uno de ellos para despatarrarse en una esterilla, beber té y fumar shisha a la sombra de algún árbol frondoso. No importa cuál elija en todos encontrará un agradable ambiente familiar.

Nosotros mudamos para almorzar… y no se si fue la suerte de alguien que sabe o simplemente estar lejos de la gran ciudad, pero el punto es que comimos un tajine de carne buenísimo, pan casero, casero y fruta “de la huerta”.

Aparte de esta experiencia, gastronómicamente hablando, lo mejor fueron los jugos con helado del café Argana y los dulces de casi todos lados… esto se llama: reviviendo la panzada de breuats y shbaquiah que me di en casa de Zaka el año pasado mmmmmmm.

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