Nos levantamos tempranito, cargamos todas nuestras cosas en el auto y, después de desayunar, tomamos nuevamente la carretera, pero esta vez hacia el sur. A pocos kilómetros encontramos Derinkuyu, donde todavía se conserva parte de una ciudad subterránea, por supuesto entramos. Descendiendo metros y metros bajo tierra circulamos por pasillos que se ensanchaban y angostaban sin previo aviso tanto en su horizontalidad como en su verticalidad. Los más osados elegimos también pasadizos que carecían de iluminaria, pero una vez que llegábamos a la nada misma simplemente había que desandar lo andado. El camino de vuelta fue más complicado, porque todo lo que baja tiene que subir.
Nuevamente en la superficie nos entretuvimos con un español al que le encargaron el cuidado de su nietita, mientras los otros miembros de la familia corrían el riesgo de sufrir claustrofobia. La niña estaba en el compartimiento trasero de un auto, bastante más grande que el nuestro, y allí debía quedarse… al menor movimiento se escuchaba: “pa’ tras, pa’ tras”. Más allá de la brutada fue lindo hablar un rato largo con un desconocido en nuestra propia lengua. Nos esperaba el Valle de Ihlara, así que después de los buenos augurios nos despedimos.
En menos de una hora llegamos al gran cañón y comenzábamos así el real contacto con la naturaleza. Lejos del ruido de la ciudad, sin divisar contingentes de turistas, nos dejamos atrapar por el verde y nos aventuramos a nuestra primera experiencia en senderismo. Con poco y nada para el “piqui-niki” (el huevo duro que no me apetece para el desayuno y un kilo de yogurt que compramos en el pueblo) fuimos bordeando el río Melendiz hasta que, simplemente, nos aburrimos de tanta paz. En el camino nos mojamos las patas, cantamos, nos cruzamos con pescadores y agricultores, hablamos con niños y tomamos sol. Sería perverso no mencionar el avistaje de las iglesias, ya que así es como se vende el circuito. Pero como habrán notado por el relato, para nosotras fue lo menos relevante, y en este caso no creo que se trate de poca fe. La sensación es que podría tratarse de templos como de tabernas o penitenciarios, ya que no son más que espacios libres en el centro de la roca. A mi me hubiera gustado más que carecieran de toda denominación y que el reconocimiento de los sitios dependiera exclusivamente de la voluntad y la imaginación de cada quien.
Suponemos que la extensa reserva tenía varias vías de acceso, y por lo tanto de salida, pero nosotras repetimos el camino de ida y de vuelta, no queríamos que se nos complicara encontrar el vehículo que nos ayudaría a acercarnos al Egeo.
Pasamos de lardo algunas ciudades grandes y dedicamos algo de tiempo a recorrer varios pueblitos. En dos oportunidades pensamos en que habíamos llegado al lugar donde pernoctar, sin embargo las dos veces decidimos seguir viaje un poco más. Hasta que nos agarró la noche (alguno de los cálculos había fallado: las distancias, o la hora en que se pone el sol) y lo más cerca, desviándonos algunos kilómetros, era Yalvaç.
Llegamos al pueblo con lo justo, el kursunsuz que nos quedaba en el tanque ni siquiera completaba la reserva. Ya había oscurecido totalmente y el tendido público de luces era restringido. Con muy pocos recursos teníamos que encontrar un lugar para dormir y otro para comer, pero aunque esta fórmula corresponda con el orden de prioridades más lógico, nosotras encaramos la búsqueda exactamente al revés.
Nos estacionamos frente al primer bodegón con mesitas que encontramos, pero resultó ser que sólo vendían bebidas y pan (por las dudas compramos una pieza del alimento más noble). Ya habíamos notado que en ese lugar recóndito de Turquía el entendimiento no iba a ser nada fácil… Allí paraban unos señores bien lugareños que a puras señas comprendieron que necesitábamos ingerir alguna otra cosa, uno de ellos nos acompañó caminando hasta un verdadero comedor. Entró con nosotras dijo algo que no entendimos y sonriendo se marchó.
Nuestra llegada al lugar hizo, de alguna manera, que el cocinero, el mesero y los clientes (todos hombres), muy pendientes de la transmisión de un partido de fútbol por televisión, se desconcentraran un poco. Saludamos amablemente y vuelta a empezar con los movimientos corporales que creíamos claves, pero que no funcionaban del todo bien… la grata sorpresa fue que uno de los personajes allí reunidos hablaba un modesto francés. Así fue como por fin probamos la pizza turca.
Una vez pasada la primera urgencia dimos con un hotel no muy bueno pero accesible. Las particularidades de la residencia… poca luz en general, nada de calefacción y escasa conexión a Internet, un lujo!!
27 de abril
No hay comentarios:
Publicar un comentario