Llegamos a Regio Calabria a las 6:30 de la mañana. El movimiento en el compartimiento me despertó y antes de lavarme los dientes bajé con Francesco y Paolo a fumar un cigarrito. Habían pasado muchas horas sin vicio pero eran tiempos de revancha. El tren subiría al barco que nos cruzaría a Sicilia y allí con cafecito y corneto de por medio, mirando hacia el mar, vendría la segunda vuelta.
Claro que para eso había que esperar a que la guardia con sus perros montaran su show, que encontraran a algún chivato, que empezaran los rumores, que jugáramos al teléfono descompuesto y que, a causa de todo aquello, todos termináramos de despabilarnos.
Llegamos a Palermo a las 12:15, con 30 minutos de retraso de la hora señalada en el billete. Me despedí de mis camaradas con abrazos afectuosos y me crucé hasta el primer bar que vi desde la puerta de la estación. Lo primero que hice antes de prender mi ordenador fue pedir un café lungo y un cannolo (dulce típicamente siciliano a base de ricota). Sabía que el albergue no quedaba lejos pero como nadie conocía la calle que buscaba, debía leer las indicaciones que me habían enviado en perfecto inglés.
Por las dudas, aunque creía que para la próxima misión no hacía falta, busqué la casucha de información turística. Cuando llegué el muchacho estaba cerrando y para no caerle tan antipática solo le pedí que me diera un mapa a lo que accedió pero sin emitir sonido.
Caminé por Roma hasta Victorio Emanuelle, doblé a la izquierda… a pocos metros y nuevamente a la izquierda tomé la calleja Schioppettieri. Elegí el timbre que decía Palazzo Savona en el primer portón y escuché el prrrrrrr. Ahora restaba subir hasta el segundo piso, lo que se olvidaron de poner en el mail es que el ascensor estaba roto.
El calor era realmente sofocante y llegué pero con la lengua afuera. Al verme las chicas de la recepción, sabiendo perfectamente quien era, me ofrecieron un vaso de agua. Yo primero acepté y luego les exigí que se presentaran, no me gustaba estar en inferioridad de condiciones desde el principio. Eran Alicce y Valentina y se encargarían de mostrarme las instalaciones, cobrarme, y ofrecerme toda la ayuda que necesitara.
En el cuarto que me asignaron había dos camas libres y Alicce me dio a elegir. Yo entonces pregunté quienes eran mis compañeros a lo que contestó un ragazzo brasiliano y un uomo irlandese. La verdad es que yo elegí en función de la proximidad de la ventana pero a mi acompañante le dije lo contrario (que me quedaba con el brasilero) y creo que fue por ese gesto que me gané su confianza. Las dos nos reímos.
Cuando me quedé sola empezó el verdadero deslumbramiento, el precio que pagaba por noche era el mismo que en Roma y las diferencias eran notables. La habitación era espaciosa, tenía balcón, armarios, aire acondicionado, un televisor (lo único verdaderamente inútil) y cuatro camas menos. El cuarto de baño quedaba aproximadamente a la misma distancia de la cama que antes, pero cuando uno cerraba la puerta no tenía que escuchar el rumor y los ruidos de otra gente aseándose. Las coincidencias en el horario de evacuación o higiene no podían ser más de dos, pero sin dudas era preferible esperar. Disfrutar de esa soledad fue lo primero que hice.
Cuando ya estaba cambiada y me disponía a acomodar mis cosas llegó el brasilero. Giuliano había llegado a Palermo hace cuatro semanas, estaba estudiando el idioma y buscaba trabajo. Interrumpimos la charla para más tarde porque después de toda la mañana en la calle estaba cansado y necesitaba dormir un poco. Yo podría haberlo imitado, el calor ameritaba una siestita, pero no pude con mi genio y salí a ver con qué me encontraba. Por suerte la consigna no era con quién porque en la primera hora de caminata no vi ni a los perros, seres vivientes tan protagónicos en esta ciudad.
El sueño del pomeriggio se respeta, todo estaba cerrado, incluso la recepción del hostel hacía un stop de dos a cinco. Todo estaba muerto salvo I mercati que funcionaban de corrido, pero de eso me enteraría más tarde cuando vagando por las calles, y ya a una hora más prudente, me topé con el Ballarò, el más antiguo de los mercados de Palermo.
Volví al albergue con la exaltación de colores en la retina y de calores en todo el cuerpo. En el mostrador de entrada había una chica que todavía no conocía, le pregunté si era posible que me sentara en la sala contigua a escribir y, como todavía llevaba conmigo el instantáneo comprado en Roma mientras estaba Adriana, le pedí permiso para hacerme un café (lo que sucede es que después de Estambul y hasta Palermo no había vuelto a ver ese preciosa jarra eléctrica que en breve calienta agua).
No encontré negativas para ninguna de las dos cosas, así que me instalé en un sillón confortable, prendí mi portátil y cuando iba por el café invadieron la sala. Primero Andriana con cara de preocupación y luego un huésped que quería ver una película y que lo tenía que hacer en el salón multifuncional donde yo acababa de ubicarme. Cuando me enteré que la aflicción de la muchacha era porque suponía que yo me iba a molestar me puse a conversar con el cinéfilo para que se relajara. No se por qué imaginé que podría tratarse del Irlandés compañero de cuarto, así que indagué y descubrí que estaba en lo cierto.
Nos presentamos formalmente y convenimos en elegir juntos la película para la función privada. Después de varias idas y vueltas la seleccionada resultó Manhattan de Woody Allen. Fui a la habitación a preguntarle a Giuliano si quería aprovechar del espectáculo y me lo traje conmigo. Ofrecí café pero ninguno de los dos aceptó, yo me hice uno de esos jarrotes enormes que ya todos conocen.
Luz, cámara, acción…
Giuliano dejó la sala antes de que terminara el film, lo sentía mucho, pero para él era imperioso mangiare qualcosa. Para mi la situación era parecida pero no me animé a decir nada hasta que la proyección no terminara.
Cuando al fin concluyó, fue Edu que me dijo de ir a beber unas copas en mi primera y su última noche palermitana. A mi me pareció bien si al plan se le agregaba algún bocadito.
Ni bien entramos a la via dei Candelai encontré un puesto callejero de elaboración de kebab. La clásica ingesta económica, rica, caliente y fácil de comer en el camino hacia alguna parte, era buena para mi pero no para el irlandés que era vegetariano. De todas formas él decía no tener hambre así que arremetí sin culpas.
Mi compañero de caminata era un personaje muy extraño pero a la vista solo podía decirse que era pelado, un poco gordito, bastante rosadito de chupandín y especialmente algo mayor para mi. Pero ¿de qué va este comentario…? También yo soy un personaje muy extraño… a la vista tengo poco pelo, soy un poco gordita y el bastante rosadita puede ser por andar bajo el sol mucho rato, por algunas copitas de más o, como en esta oportunidad, por el picor de la comida que me vendió un marroquí. Podría decirse que soy especialmente menor para él, pero vamos, ya sabemos que las cuestiones de la edad son gilipolladas.
Pues no se de qué se trataba pero lo que sucedía es que no paraban de mirarme, ¿mirarlo? cerremos en “mirarnos” ¿ok? Como imaginé el sur tiene sangre más caliente y fuera de la capital la gente tiene más predisposición a la extranjería.
Charlábamos animadamente entre nosotros pero sin dejar de mirar a nuestro alrededor (Edu buscando el lugar más adecuado para bebernos unos tragos, yo intentando dilucidar el comportamiento de la gente). Así fue como advertí unos ojos que me miraban especialmente y una boca que, con una excelente gestualidad, fue responsable de un bellísima casi silencioso. Luego amplié el cuadro y alcancé a ver a un hermoso muchacho sentado a una mesa con un amigo. Como nuestro paso no era lento tuve que voltearme para que él leyera en mis labios grazie.
Algunos bares más allá hicimos nuestro primero stop y nos tomamos unos chupitos de rhon y pera, pero el sitio estaba tan apagado que decidimos continuar. Llegamos hasta el final de la strada y dimos la vuelta. Yo quería que fuera él el que eligiera el lugar donde bebernos una cerveza. Así lo hizo y se detuvo cuando escuchó algo que para los dos era buena música. En un gesto amable me invitó a tomar asiento y lo gracioso fue que corrió la silla más próxima y más enfrentada a la de mi piropeador.
Yo no dejé ni un momento de conversar con Edu (incluso teniendo que esforzarme por hablar un mezcladito de lenguas para lograr el entendimiento), pero dicen que las mujeres podemos hacer más de una cosa a la vez y es verdad. Sin perturbar en nada a quien había llegado conmigo, me encargué de que el otro pelado (por decisión y no por banal paso de la vida) se percatara de mi interés. Bastó que el sangre fría se levantara para ir al baño para que el sangre caliente se acercar a mi mesa y ocupara una de las sillas vacías. Inmediatamente supe que el intruso se llamaba Maurizio y que le intrigaba saber que era lo que yo hacía con aquel hombre. Luego de las presentaciones y explicaciones pertinentes le dediqué mi mejor sonrisa.
-Yo podría hacerte conocer la ciudad… - Si, podrías… Pero en todo caso domani y no tardamos en ponernos de acuerdo para un nuevo encuentro. Me hizo saber que tenía una leve duda sobre mi asistencia y respondí diciéndole que el riesgo también era mío, que me llamaba Carla, era argentina, pero fundamentalmente tenía palabra. Cuando nos estábamos dando la mano para cerrar el trato apareció en escena el grandote que no entendía nada de lo que estaba pasando. Claro que los presenté pero como no tomaba asiento entendí que quería irse. Entonces me despedí de Maurizio, de la gente del bar y emprendimos la marcha. Yo le aclaré que el etílico había sido suficiente para mi y que estaba muy cansada. A pesar de la insistencia por hacer un último brindis, accedí solo a acompañarlo a comprarse un “kebab vegetariano”. Luego nos fuimos a la cama, cada uno a la suya, aunque el me hiciera saber que prefería que sea la misma. Una pena, pero no era mi tipo…
27 de mayo