Unos kilómetros antes de llegar a destino nos despierta el ruido de las mesitas rebatibles que se abrían para admitir a la taza de café o te y al combo completo de la colación que, además de la manteca y la mermelada típicas, traía una pasta de olivas negras espectacular.
Ya abajo del rodado, y con le excusa de hacer algo de tiempo hasta que el Gran Bazar abriera, tomamos té y comimos bocaditos dulces en la cafetería de
José y Hakan nos vieron llegar tan temprano que nos obligaron a participar del ritual diario, en el cual un grupo grande de personas, conversando estruendosamente, toman te y comen, todos de un mismo plato, algo parecido a un revuelto gramajo.
Después del tercer desayuno del día, José hizo que un taxi viniera por nosotras y nos llevara por un buen precio al Istambul Sabina Gokcen, el aeropuerto que utilizan las aerolíneas low cost y que, como no podía ser de otra manera, queda en la loma del orto.
Después de las despedidas, sin lágrimas pero con algo de tristeza, nos subimos al auto. El tránsito lento y el conocimiento del conductor de nuestro horario de partida hizo que nuestros últimos minutos en Turquía fueran realmente adrenalínicos.
Nuestro vuelo estaba retrasado… así que tuvimos el tiempo suficiente para hablar por teléfono, cambiar las liras turcas que nos habían sobrado y por supuesto volver a desayunar!!! La utilización del término no sería correcta si se contemplara únicamente el horario, pero por el tipo de ingesta corresponde perfectamente.
En el avión pudimos dormir un poco, cosa que ayudó para que entráramos a Italia menos perturbadas y con un poco más de energías para afrontar la lluvia y todo el recorrido que quedaba por hacer hasta llegar a Roma.
En Bérgamo tomamos un bus que nos llevó hasta la estación central de Milán en solo una horita. Directo a las ventanillas de venta de billetes y compramos lo único que quedaba disponible para la fecha: el tren que salía a las 22:30 y paraba absolutamente en todos los pueblos hasta llegar a la capital.
Teníamos poco más de dos horas para meternos en algún lugar cómodo y ocuparnos un poco de nuestros cuerpos cansados, sucios y maltratados por el exceso de camino andado. Entramos a un restaurante con un nombre poco apropiado, “New York”, pero que estaba muy cerca y además era atendido por una simpática ecuatoriana. Ya hartas de los desayunos, optamos por la comida caliente y suculenta y, como ya estábamos en Italia, comimos una ensalada mediterránea y una rica pasta.
Luego de un aseo rústico y un cambio de ropa me sentí más a gusto para intentar mejorar el fluido comunicativo con otros clientes del lugar que ya habían pretendido generar conversaciones eventuales con nosotras. Fue mi primera confrontación con el italiano y me sorprendí animada y sin vergüenza alguna por decir alguna que otra brutada inmensa.
Parecía que el cambio idiomático era una de las cosas beneficiosas de haber mudado de país. Lo novedoso, que sin duda aparecía para complejizar la estadía, era la disposición que prohíbe fumar en casi todos lados, incluidos los bares y restaurantes. Motivo por el cual salí un par de veces a la calle, cosa que además de apaciguar mi vicio, permitió que conversara con más personas todavía. Con tanta charla, casi sin darme cuenta, llegó la hora de pagar y con cierta urgencia volver a
30 de abril
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