Era domingo y no era un buen día para hacer gestiones, mucho menos para pensar, entonces hablé con Julio para que me asegurara la plaza por una noche más. El tema habitacional fue inmediatamente resuelto y sin tener que cambiar de cama.
Hacía muchísimo calor pero me puse los largos porque, aunque iba a evitar el mensaje papal del Corpus Domini visitando primero a los filipinos, a la tarde quería ir a la basílica madre y conocía perfectamente las reglas (toda tapadita).
No caminé mucho para llegar a la fiesta aniversario de la comunidad oriental. Fue muy fácil encontrar el lugar pero imposible divisar, entre el gentío, a las personas con las que había hablado el pasado domingo. Esta vez tenía mi ayuda memoria conmigo y podría haberle preguntado a alguien, pero la reunión me pareció tan íntima que no me quedó cómodo.
Había niñitos con trajes que se parecían a los que usan las criaturas argentinas cuando toman la comunión (probablemente de eso se trataba pero no lo confirmé), había padres emocionados y señoras muy paquetas posando para la cámara fotográfica, no la mía claro, pero yo aproveché
Las primeras cuadras en dirección a la ciudad del Vaticano las hice con algo de bronca por no haber intentado siquiera romper el hielo. Tenía la sensación de que me había perdido un relato interesante y no me gustaba nada saberme totalmente responsable de ello. En fin, no estaba con todas las luces…
Para recuperar el entusiasmo fui cantando unas cuantas cuadras y para no llegar mucho antes de lo que había planeado hice algunos desvíos. En uno de ellos, atravesando un sotopassaggio, encontré una librería y me compré un diccionario español/italiano.
Cuando ya no faltaba tanto para llegar me topé con una caravana de Ferraris (rojas y amarillas), sus conductores no se parecían en nada a los personajes que había intentado retratar por la mañana, ellos se hinchaban cuando los apuntaban con los lentes. Lamentablemente a mi no me resultaba nada interesante capturar rostros de vanidad y ostentación. Si tomé alguna fotografía de los fierros fue para que las vean los muchachos.
El ruido de motores y las maniobras para el posicionamiento de largada sirvió para que llegara a
Hice la cola para pasar los puestos de seguridad sin mayores dificultades, no éramos tantos y no llevaba objetos peligrosos (aunque tampoco hubiera sido un problema porque inmediatamente antes del detector de metales había cestos de basura para que uno se deshiciera de sus tijeras, cortaplumas y/o granadas, yo alcancé a contar seis flamantes victorinox en un solo recipiente).
Por lo demás, nadie me dijo nada de mis bracitos desnudos (era lógico, ese control dependía de la policía italiana y a ellos no les disgustan las mujeres con poca ropa). Yo ya estaba tan sofocada adentro de mis pantalones largos que pensé que me iba a llamar al orden solo cuando fuera realmente necesario.
Claro que ese momento no tardaría en llegar. Bastó aproximarme al segundo puesto de seguridad para advertir la mirada rayo láser en dirección a mis hombros. Esta vigilancia ya no se ocupaba de los posibles daños físicos, sino de los morales. No tardé en abrir mi mochila en busca de lo que por lo general suele ser mi abrigo y en este caso particular se había convertido en mi pase a la beatitud.
Maldición, si mi mano no daba con la prenda era porque no se encontraba allí. En los segundos que duró el procedimiento recordé que hace trece años me faltaron menos de tres centímetros de manga para que me dieran el visto bueno, se estaba repitiendo la historia… y no había nada para hacer.
Me quedé un rato contemplando el accionar de los porteros, a los rechazados y especialmente a aquellos que lo hubieran sido de no haber bajado polleras y añadido pañuelos para tapar pechos y brazos. Resulta que en nombre de la pureza, las mujeres ostentaban ridiculez y mal gusto. Pero parece ser que eso sólo es dañino para el ojo esteta, porque ni a Cristo, ni a Dios, ni a María Santísima les molesta.
Sin penas ni glorias emprendí la retirada, compré un par de duraznos y me fui a leer un rato al costado del Tevere, hoy era un día predestinado para las actividades al aire libre. Cuando volví al albergue tuve miedo porque se trataba de un lugar cubierto, pero probablemente su condición de non santo le permitía tener mucha mejor onda con gente como uno. Ni bien llegué me regalaron una cerveza y cuando pagué la noche me sorprendieron con un generoso descuento. Me fui contenta a armar la valija pensando que si después de todo me iba de Roma sin conocer
Cuando terminé me di cuenta de que tenía hambre, pero al mismo tiempo me percaté de que ya no eran horas para ir al super. La solución era un kebab, tenía divisado un lugar a pocas cuadras y hacia allí fui.
Además de comer me quedé conversando largo rato con Sany (seudónimo italiano de un nombre egipcio muy difícil de pronunciar para clientes y proveedores). Después de fotos y cerveza (que invitó pero no tomó por religión) me fui por algo dulce a lo de un compatriota suyo. Éste decía llamarse Aladín aunque seguramente también se trataba de un alias. Yo la lámpara mágica no la froté pero el postre lo conseguí igual.
El cigarrillito de después de la cena lo hice en la puerta del hostel y como a tanta gente, en ese puesto estratégico, conocí a Chiara, una genovesa que había venido a Roma a audicionar para una película.
Ya pasada la medianoche, con la cuota de socialización cubierta, me fui a la cama a consultarle a la almohada los pasos a seguir. Ya era lunes y se podía empezar a pensar.
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